sábado, 10 de marzo de 2012

JORGE EDUARDO EIELSON (REINOS) FALLECIÓ UN 8 DE MARZO 2006


REINOS


Jorge Eduardo Eielson. Lima, 1944


En el invierno son las lágrimas                                               
del hombre más altas y sonoras                                               

 

Reino primero

Sobre los puros valles, eléctricos sotos,
Tras las ciudades que un ángel diluye
En el cielo, cargado de heces sombrías y santas,
El joven oscuro defiende a la joven.
Contemplan allí el verde, arcaico Señor
De los cedros, reinar furtivo en sus telas,
Guiar la nube esmeralda y sonora del mar
Por el bosque, o besar los abetos de Dios,
Orinados por los ángeles la luna y las estrellas:
Manzanas de amor en la yedra de muerte
Ve el joven, solemnes y áureos cubiertos
En la fronda maldita, que un ciervo de vidrio estremece.
La joven, que nada es ya en el polvo sombrío,
Sino un cielo puro y lejano, recuerda su tumba,
Llueve e irrumpe en los brazos del joven
En un rayo muy suave de santa o paloma.

 

Parque para un hombre dormido

Cerebro de la noche, ojo dorado
De cascabel que tiemblas en el pino, escuchad:
Yo soy el que llora y escribe en el invierno.

Palomas y níveas gradas húndense en mi memoria,
Y ante mi cabeza de sangre pensando
Moradas de piedra abren sus plumas, estremecidas.
Aun caído, entre begonias de hielo, muevo
El hacha de la lluvia y blandos frutos
Y hojas desveladas hiélanse a mi golpe.
Amo mi cráneo como a un balcón
Doblado sobre un negro precipicio del Señor.

Labro los astros a mi lado ¡oh noche!
Y en la mesa de las tierras el poema
Que rueda entre los muertos y , encendido, los corona
Pues por todo va mi sombra tal la gloria
De hueso, cera y humus que me postra, majestuoso,
Sobre el bello césped, en los dioses abrasado.

Amo así este cráneo en su ceniza, como al mundo
En cuyos fríos parques la eternidad es el mismo
Hombre de mármol que vela en una estatua
O que se tiende, oscuro y sin amor, sobre la yerba.

 

La muerte del organista mayor

Escucho su muerte resonante ¡oh mortales!
Como glauca música, y mi respeto es mudo
Y oscuro como la oruga ante el sol reluciente:
Yo soy el desdichado aceite que recoge su reflejo
En una grieta de la tierra.
Acudid, plateados prados, venturas, contentos,
Días de entera llama por él incendiados.
¿No hay quién lo rescate a las altas sierpes
De tornasol que braman en sus oídos,
Y más y más lo enroscan y le ahogan el alma
En una negra oración?
Veo la metálica sombra de David a su espalda
Con sus lumbares frutos
En los dedos melodiosos y eternos
El organista besa el nogal del clavijero
Saborea una última nota en la sombra
¡Ah muerte, dorado regocijo, sonoridad y silencio,
Cuán tiernos y heroicos pulmones
Sobre el letal teclado acoge!
Recitad lejanos valles y montañas, callados insectos,
En la alta noche del organista
Himnos y alabanzas inaudibles.


 

Reina de cenizas

Violo tus exequias, amada, difunta mía,
Párpados de lys, corona de doradas cucarachas,
Donde el reptil amargo y verde sueña.
Consuélame en mi trono de sangre, amada,
Donde a solas, rodeado de antorchas, me he dormido
Y no he escuchado tus heraldos,
Con fuego en la gorguera, cantar tu santa muerte.
Consuélame Reina, consuélame tremenda,
Yo soy el Rey en su torre y tú eres media luna alada,
Ceniza que gobierna, ataúd abierto y profanado.
¡Oh señora mía, luto de mi amor!
¿Qué antigua dicha, bajo tu enjoyado seno,
Bajo la imperial ceniza, alumbra?
Cae el terciopelo de tus fulgurantes clavículas,
La Muerte llega a tus pies,
Junto a mi yelmo, mi cráneo, mi esqueleto arrodillado
Ante las escamas negras del Infierno.

 

La tumba de Ravel

Fantasma que estás en el harpa y la yedra,
En bajorrelieves de música o torre, dormido,
Hiciste tu tumba en un piano, fantasma.
Entre cuerdas doradas el fauno sonoro
Te sopla los ojos en globo a la luna,
Y en peldaños que bajan cargados de abismo
Al fondo del piano, de augusta polilla
Rodeada, tu cabeza de címbalo se oye.
Nadie sabe quién es el caballo que a diario
Solloza en tu lápida oscura o entreabre
Los dedos marmóreos del nicho en la sombra.
Fantasma mío, en tu espalda ha caído
La mosca mortuoria con alas de vidrio.
Pastor subterráneo del sol, ya silbando,
O en filones de yedra, de bronce y madera
Sentado, hiciste tu tumba en un piano, fantasma.


  

Poesía de la casa entre los pinos

Habitaciones dolientes de esta casa mía entre los pinos
Cuyas puertas se abren con sed a las estrellas
Hay en ellas una madre y una esposa suave
Cuya permanencia en el polvo es como un viejo
Plato de frijoles, una nube o una fruta antigua.
Oscuras personas, tíos, parientes que duermen
Para siempre, vigilan en la noche con su chispa azul
En el semblante. A su acera humilde,
A sus umbríos muebles, que una ola de nieve ha deslumbrado,
cuán tarde he de llegar hoy día,
cuán tarde he de morir, con mi vestido augusto,
Cuando ella ya esté hundida y sus palomas
De pobreza hayan volado hacia una negra calle.
Muerto entre pinos, veré nacer el sol debajo de ella.
Corrientes de yedra ¿es éste vuestro río agonizante,
Como un caballo frío, ávido de albergue, ante mis pies,
Y es esta casa mía sin cocina, con su luna plebe, la elegida?
Señor de las cenizas ¿eres tú el que golpea desvelado?
¿No sabes también que esta casa hizo suyos el establo,
El jardín y los astros lejanos? Entablados astros,
Muros, techos fantasmas de los que dormidas aves
Penden dulcemente, sin memoria, como restos
De una antigua caza. Y rotas chimeneas, caños
Abiertos en la noche, tapicería hundiéndose al igual
Que un buque de cuero en un océano tibio,
Tienen en esta inmensa casa de tablas el rumor
De una botella de leche rodando sin cesar hacia la muerte.
Yo he venido tan sólo a conocer sus desolados muros
Y a morir en ellos, sin sombrero y dorado como el día.




 

Piano de otro mundo


                                                         Recuerdo a mi hermano muerto


Abrieras, joven, criptas de estío, soledoso,
Alas de panteón aquí posadas, ojo de buitre,
Ojo normando que me miras, tristemente,
Viendo que me estás amando, ojo, ojo, ojo,
Ojo de bosque ¿qué buscas en mis ojos -te diría-
Joven soledoso, permanente y puro?
(Firme linterna el muro parte y sierpes
Del cielo allí encerrado, y dentelladas
De brumosa flora abren tu yelmo o sumen
Tu calavera en mí, a golpes tristes, duros.)
¿No es esto puro, siniestro helecho, ogro dorado? [1]
¿No es esto claro, ciénaga negra, sereno cielo?
No hay nadie vivo ni yo respiro -te diría-
Mis manos buscan un rostro, una alegría.



 

El cielo

Éste que veo, cielo, y no otro, lleno de ciervos,
De arrebolados astros, de mármoles y vino,
Cuyas astas son todo lo que hay como una luz dorada.
¡Oh la gran llama azul del cielo y de la gracia
Y la noche que se agita de ciervos y mi alma!
Yo desconozco mayor ventura que este cielo
Donde duermen mis amores entre el fuego
Y la nieve de los astros, pastores de la luna;
Yo no sé nada que en las antiguas grutas
De la tierra su lozanía sonora haya turbado.
Sí, el cielo, el cielo sobre todo, que no huya
Jamás de mi vista: ¡ah, níveo viento!
Bajado de los ángeles a mi rubor, eterno,
Que no otro adoro por sus gradas puras
De perfume más sutil que desciende hasta el nublado
Corazón del árbol de la púrpura y la especie.
Sí, el cielo, éste que veo eterno y real y no otro,
Poblado por la mano de fuego de los dioses
Y ya sereno, templado, celeste y amable
Como un dulce rey palideciendo entre las nubes.
¡Oh el bello cielo sobre todo, oh ventura!
Extiéndeme tu rostro -así- tu barba labrada en el viento
Y llévame a ese cielo que me mira sin reposo,
A ese cielo de ciervos donde vive lo soñado.


 

A un ciervo otra vez herido

Desdicha es del presuroso ciervo, el cielo
A sus gloriosas astas confinado,
El aire que en fruición, lejos del suelo,
Es como fruta que el vuelo ha devorado.

Raudo descendido con azul cuidado,
En tan amable invierno, blando herido,
De sangre y yerba y polvo coronado,
Su cuello palpitante es el zumbido.

¿Quién la miel de sus párpados supiera,
Ciervo, sobre sus turbios ojos, así herido
En medio del bosque, cual si fuera

Otro oscuro ciervo de sí mismo desprendido?
¡Oh níveos pámpanos, oh vida, oh hermosura,
Ya todo un ciervo que se muere de blancura!



 

Los jóvenes sabios en invierno

Quién sabe en qué brazo divino, alado y nocturno,
La oscura vivienda terrestre reposa,
Cuando sobre la nieve de casas dormidas, eterno,
El mágico gallo su alba sostiene, cual naipe
Dorado que asoma en la noche. Sería ceniza
De gloria la dulce bujía en las noches
De invierno, que tiende llanuras de pluma
Su negra enseñanza pisando la estufa,
Heladas veredas y casas caídas de hollín y de luna.

Y la huella del vago en la banca marmórea,
Que duerme y deslíe su lápiz de sueño en la fuente.
O la fría, también, primavera que se hunde
Con rosas y todo detrás de la luna, sus ojos,
sus dedos con fósforos abriendo otro cielo dormido.

Grises montañas que avanzan sería el reposo,
Por sobre los valles o espuma de libros,
Que jóvenes pálidos leen en desvelo, dobladas
Sus frentes de amargo cartón ante Palas,
Y la pluma, el trofeo, a un lado cual naves
Remotas, que negros hisopos alfombran de hastío.

Quién sabe qué cráneo de cera inclinado y augusto
Vacía en la azul biblioteca su grave magnolia,
O qué inteligencia de nieve ha cavado en la noche
Los astros, ventanas y pinos cuya barba es poesía
En las noches de invierno que huyen en humo y ceniza.




 

Librería enterrada

¿Qué libros son éstos, Señor, en nuestro abismo, cuyas hojas
Estrelladas pasan por el cielo y nos alumbran?
Verdes, inmemorables, en el humus se han abierto, quizás
Han acercado una oración a nuestros labios,
O han callado tan sólo en sus sombras, cual desconocidos.
Naturaleza que ora aún en ellos, a sus signos
De hierro se arrodilla, con flores en el vientre,
Por el humano que al pasar no los vio en el polvo,
No los vio en el cielo, en la humedad de sus grutas,
Y se vinieron abajo cual un bloque de los dioses.
Desde entonces sólo queda en ellos un verde velo
De armaduras, de brazos enjoyados y corceles que volvieron
A su nobleza de esqueleto entre sus hojas.
Y olmos abatidos, tunas de la guerra, gloria y rosa
Duermen también en ellos, cubiertos de invernal herrumbre.
Y sólo hasta sus viejas letras muy calladamente,
La sutil retama o el lirio de la orina acuden,
Y una mano azul que vuelve sus páginas de sodio
Entre las rocas, y avienta sus escamas a la Muerte.
¿Me permitiréis, Señor, morir entre estos libros, de cuyo seno,
Cubiertos de aroma, mana el negro aceite de la sabiduría?



 

Nocturno terrenal


                                                                                                      Te he buscado, Tesoro,
                                                                                   he cavado en las noches profundas.
                                                                                                          RAINER MARÍA RILKE



Amo cierta sombra y cierta luz que muy juntas, creo yo, azulan
Las casas profundas de los muertos, amo la llama
Y el cabo de la sangre, porque juntas son el mundo
Y hacen de mí un muro que separa la noche del día.

He visto los rojos campos labrados por el cielo azul,
La antigua naturaleza desflecada y húmeda
De vino, de rocío, mortalmente hecha con racimos
De amor, tal un lecho donde ardiera lo deseado,
Pero debajo de todo, siempre despierta, un agua pura
Pensando por nosotros contra un árbol de dolor.

Y las cosas cuya última luciérnaga ha volado
Con nuestro último sueño, que tienen todavía, como un templo
Majestuoso, el gran consuelo de su polvo donde nada
Ni nadie ha osado penetrar sino los muertos.
Amo todavía aquello que habla lejos, como los astros
De terciopelo, al oído del viento, aun las rosas y la luz
Y todo lo que igual a una plaga, inextinguible pero real
Transcurre entre los hombres y agita su plumaje.
Fosforescencia, día esmeralda de las tumbas,
Sólo tus ojos adivino adorados por lagartos y raíces,
Y tras de ellos casas y crepúsculos, altas montañas
Destronadas contra cielos de nieve en un soplo;
Todo bajo el musgo de sus ojos, blanco Amante,
De cuyo seno mana una leche antigua a cada fruto.
Yo amo por ello este hundido bosque, de brillantes hojas
Donde reposa, inmemorial, el Gran Sol de los Tiempos.



 

Soneto a un ebrio de la antigua Roma

Perdió de amor la blanda espina, la certeza
de la esposa y de la rosa en la tibieza;
no da paz al vino y con la zurda reza,
su purpúrea túnica de león tristeza.

Dárase al vino y a la guerra con altura,
dárase a gloria y a la sombra más segura,
más a la amante de letal ternura
dará desdenes y de luz la desventura.

¡Oh embeleso que de flores lo fustiga;
deleitosa alondra árdele en el pecho,
do el alma muere y nace la fatiga!

Mas nada turba aquel mortal estío
de su vida, y gusta, como en dulce lecho,
su vino soledoso entre el gentío.



 

Genitales bajo el vino

Óyeme tierra, así, escribiendo así,
En la espesura de pámpanos dormido:
Mi pecho frío junto a mis intestinos
Se ha cuajado. Mis dedos alhajados
Buscan el Árbol de la Noche, clavan
Sus uñas de imprenta en los racimos
De la Vida y de la Muerte. Óyeme tierra
De grandes frutos áureos y serpientes,
Luciérnaga entre muros de papiro,
Negro universo del quinqué y el sexo,
Justicia del gusano, mal Paraíso.
Mírame tierra, así escribiendo, así
Desnudo, Adán poeta, quieto y triste,
En esqueleto, sierpe y uva convertido.




 

Oda al invierno

El invierno es todo frutas y linternas
Olvidadas y esqueletos santos de palomas
En el bosque. El invierno besa, enamorado,
Los labios gloriosos de la vid con sus labios
De granizo, y se duerme sobre ella.
El invierno puede venir un día, blandamente,
Por el valle y, cual un fósforo en la mano,
Llevarse una vida a su ciudad como un ladrón.
El invierno enjoya al hombre tristemente,
El invierno lava tumbas de monarcas
Y mendigos, y corona el áureo y viejo otoño
Con un rayo de ceniza en la cabeza. Respetad
Al invierno, la antigüedad de sus plantas,
Su cetro de rocío en la espesura; respetad
Los rostros eternos de los árboles y el viento
En su dominio, cuando cesa todo en torno
Y él se inclina, carcomido y sonoro, como un piano
En un estanque o como un muerto en una tumba.



 

Poesía

En mi mesa muerta, candelabros
De oro, platos vacíos, poesía
De mis dientes en ruina, poesía
De la fruta rosada y el vaso
De nadie en la alfombra. Poesía
De mi hermana difunta, amarilla,
Pintada y vacía en su silla;
Poesía del gato sin vida, el reloj
Y el ladrón en el polvo. Poesía
Del viento y la luna que pasa,
Del árbol frondoso o desnudo
Que un fósforo cruza. Poesía
Del polvo en mi mesa de gala,
Orlada de coles, antigua y triste
Cristalería, dedos y tenedores.




 

Esposa sepultada

Encerrado en tu sombra, en tu santa sombra,
Con el agua en las rodillas, te pregunto
¿Es el peso del manzano, claveteado de estrellas,
Sobre mi corazón oscuro, o eres tú, cabeza
Fugitiva de las horas, novia mía enterrada,
La que arrastras tu cabellera incesante
Como una botella rota, por entre mi sangre?
Yo no sé, señora mía, luto de mi amor,
Si eres tú la que reinas sobre tanta ceniza,
O si es sólo tu sombra, tu velo de novia en el aire,
—Poblado de perlas, naves y calaveras—
El que inunda mi alcoba, igual que un océano.




 

Príncipe del olvido

¿Soy yo, arenas giratorias, libres astros,
Firmamento hundido, el que se inclina
Y besa su rostro puro entre velos y serpientes?
Mil años dormida junto a un cráneo, un candelabro
De oro, un paño colgado, la he besado.
Sobre mi cabeza avanza su respiración,
Sus labios sordos, como un ruido de tambores.
¡Irrespirable y santo es su castigo, su osamenta!
(Aquí, en la sombra, cráter de terciopelo,
Sabiamente amueblado está el volcán, lo que es suyo
Como el fuego, salones olvidados de espantable encaje,
Sofás donde su cuerpo grita roncamente, degollado.)
Sepultura de la carne, yo os imploro,
Caballos encerrados, polvo incansable,
Un solo instante cálido, perfecto junto a ella,
Un solo instante vivos, y el olvido, la corriente
De mil años destruidos por un beso.
No importa ya su rostro a la deriva, iluminado
Y chorreante de gusanos, los diez dedos
De turquesa en que diluye las edades.
No importa ya su lámpara encendida bajo tierra,
Si antes hubo de rodearme mansamente
Con sus ojos y sus labios aún vivos,
Si antes hubo de asistir, como una sombra, a la caída
De la fruta sobre el mundo. Mansiones vítreas
Con alas de lagarto, entre las nubes,
Lagos aéreos pasan ante mí, batiendo sus cenizas.
Yo sólo sé, reina mía enterrada, gorgona inerte,
Cuál es mi silla y mi corona, cuál mi tristeza.



 

Último reino

Aura suprema, besa mi garganta helada,
Confiéreme la gracia de la vida, dame
El suplicio de la sangre, la majestad
De la nube. Que en cada gota del diluvio
Haya tristeza, sombra y amor. ¡Oh, romped
Hervores materiales, cráteres radiosos!
El sol del caos es grato a la serpiente
Y al poeta. Las nieves que ellos funden
Caen al fondo del verano, entre aletazos
De gloriosa lava, de luciérnagas
Y cerdos fulgurantes. Nada impide ahora
Que la onda de los aires resplandezca
O que reviente el seno de la diosa
En algún negro bosque. Nada
Sino los puros aros naturales arden,
Nada sino el suave heliotropo favorece
La entrada lila de las bestias y el otoño
En el planeta. Yo quisiera que así fuera
La alta puerta que me aguarda tras el humo
De mi vida, como una grave dalia en pedestal
De piedra, o un esqueleto deslumbrado.





[1] La versión de Piano de otro mundo que aparece en la Página de Eielson de Perú Cultural no incluye el verso:
¿No es esto puro, siniestro helecho, ogro dorado?

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